En la escalera que conducía al puerto, dos mujeres se despedían. La una, pizpireta, de melena castaña y sonrisa permanente, depositó en la blanca mejilla de su amiga dos sonoros besos, y como un hada buena acarició su brazo con largos y bellos dedos. La maleta pequeña esperaba su turno.
La otra, la muchacha blanca y pálida le sonrió, y al instante su cara resplandeció. Eran dos jóvenes españolas, nadie diría al verlas que rozaban la treintena, que ocupaban puestos de responsabilidad y que tenían cerebros notables. Me quedé mirándolas. El sol tacaño de aquella mañana, salió un momento y acaricio los dulces rostros.
La muchacha pizpireta, sin perder la sonrisa, cogió su maleta y desapareció escalera arriba.
La otra, la pálida, animado el rostro por la emoción, fue a reunirse con su madre. Se parecían. Durante unos instantes volvió el rostro para contemplar el río. Su mirada se perdió en las oscuras aguas y en el horizonte gris. Parecía ausente. Mientras las miradas, licuadas y gélidas de los teutones, se posaban en ella.