martes, 14 de junio de 2011

ESTELAS OTOÑALES


Y la hermosa muchacha llegó de un largo viaje. Llenos los ojos de lagos y de mares. Traía una maleta azul, chocolates, libros, flores y algún vestido. Paró su vuelo un momento: había muerto su abuelo. Había muerto aquel hombre elegante y gruñón, aquel hombre con corazón de oro, aquel abuelo del que ella era la niña de sus ojos: Belén.

Se dirigió al lujoso tanatorio. Detrás del cristal estaba su abuelo, amarillo y rígido. Pensó que su abuelo ya no estaba allí. Fijó sus hermosos ojos en él y al punto se le llenaron de lágrimas. La boca, de corte infantil y delicado, esbozó un mohín, semejante al puchero de un bebé, solo fue un momento. Lentamente volvió junto a su maleta, se colocó el abrigo y sus oscuras gafas y tras una breve despedida, desapareció.

Intenté despedirme de nuevo y salí al balcón, la llamé primero y le grité después, pero caminaba muy deprisa y el ruido de la maleta le impidió oírme. Deseé como nunca  huir de aquel lugar y de aquellos recuerdos. Deseé perderme en la niebla más densa o en el desierto más grande. Deseé escapar de aquel lugar y con lágrimas, y un punto de desesperación, en la mirada deseé como nunca seguir su estela, una estela casi azul, casi verde, casi trasparente, del color de los sueños y de una vida por vivir, una estela de esperanzas oliendo a rosas. Su estela.